Me encontraba en un gran centro comercial en el que había unas escaleras mecánicas bastante enrevesadas por las que subía. Me producía algo de miedo porque sólo tenían pasamanos a la izquierda, a la derecha no había nada de nada para apoyarse, por lo que parecía bastante fácil caer por ese lado. Me preguntaba cómo es que nadie más tenía miedo (había más gente subiéndolas sumidas en una aparente tranquilidad) y cómo podían concebirse el diseño de unas escaleras tan peligrosas. Pensaba en las personas mayores, como mi madre, que tuvieran que subir esas escaleras y de nuevo, en la idea de cómo era posible que nadie más tuviera miedo (Eso me hacía sentir una incomoda sensación de inferioridad). No recuerdo a dónde me llevaban las escaleras, recuerdo ver en algún momento llevaba a una especie de gran comercio dónde vendían de todo y, aunque no recuerdo nada en concreto, era todo muy difuminado y blanco, sí que me parece recordar, asomando una cabeza de caballo de juguete.

Lo siguiente que recuerdo es que ya había bajado las escaleras(sin verme haciéndolo) y me dirigía a una mesa de una cafetería que se encontraba justo debajo de las escaleras(dónde creo que ya estaba sentado antes). Una vez allí, unas señoras de la mesa de al lado, advertían al camarero que en mi mesa había antes unos cuadernos de niños. Uno de los dos camareros, con una sonrisa, me comentaba que, si no me importaba, se veía en la obligación de registrar mi mochila. Yo, por supuesto, sabía que no había robado nada, pero aquella violación de mi intimidad y la desconfianza mostrada hacia mí, me molestaba mucho.

Decidí poner al camarero en su sitio, haciéndole ver, con la seguridad de quien sabe que tiene la razón, que todo era un gran error. Mi idea era, con una sonrisa malévola, dejar en evidencia al camarero y a las señoras de la mesa de al lado al ver que, al mostrar el contenido de mi mochila, efectivamente, no había nada robado. Antes de esto, hice la propuesta al camarero de que, en caso de que no encontrase los cuadernos en la mochila, me gratificase con algo de dinero por las molestias causadas, cosa que él refusó.

Cuando registró mi mochila, pude ver que en ellas había un paquete de bandejas de camarero, unas diez metálicas envueltas en un plástico transparente, que yo no recordaba haber puesto ahí, verlas me asustó porque pensé que me acusarían de robarlas, sin embargo, el camarero no las vió y centró toda su atención en dos cuadernos que no eran de niño, sino mios. (He de decir que me dedico al humor gráfico y, muy a menudo llevo una mochila con cuadernos dentro en los que suelo tomar notas y abocetar dibujos rápidos muy a menudo, precisamente, en cafeterías). Al hojear los cuadernos, lejos de descubrir que estaba equivocado y que había dado con mis cuadernos, inmediatamente el camarero constanto que, en efecto, había encontrado los cuadernos de los niños. La cosa me sorprendió bastante, pues me resultaba evidente que nadie jamás hubiera pensado eso de mis cuadernos. El exterior de mis dos cuadernos eran, ambos, de un blanco amarillento con rayas rojas y con las hojas grapadas. (Cuando en el sueño, anteriormente, mencionaron por primera vez los cuadernos de niños, me vino a la mente, fugazmente, la imagen de dos cuadernos con un anillado metálico y una cubierta celeste y otra rosa, como si se tratase de un cuaderno de un niño y otro de una niña)

Tomé el cuaderno con mis manos e intenté hacerle ver al camarero que ese era mi cuaderno y todo lo que había escrito, esas letras desornadas y algo torcidas y esos dibujos sencillos y rápidos no eran de un niño, sino míos. No conseguía convencer a nadie y, a medida que lo intentaba, empezaba a darme cuenta de que, efectivamente, era difícil hacerlo porque ese cuaderno podía parecer perfectamente obra de un crio.

Decidí leer algo del texto en voz alta para demostrar que, a pesar del aspecto, eso no podía parecer obra de un crio. Empecé a leerlo (No recuerdo qué decía)pero mi voz se mostraba poco segura y recuerdo que me costó pronunciar alguna palabra, cómo si no fuese capaz de reconocer mi propia letra y fuese la primera vez que leía aquel texto que, en teoría, yo mismo había escrito, con lo que, lejos de demostrar nada, al camarero le parecía la prueba clara de que yo había robado esos cuadernos. (Y eso es lo último que recuerdo. He de añadir que tengo 32 años, por si eso resulta útil)