Tengo 27 años.
Nunca había hecho terapia, sin embargo, una serie de dificultades que se habían prolongado y que me tenían ya no exhausta, ya no desesperada, sino exasperada y que, claramente, no podía (por falta de capacidad o de voluntad) resolver ni controlar, me llevaron probar la psicoterapia.
Empecé hace dos semanas, es decir, llevo dos sesiones. Mañana es mi tercera.
Cabe destacar que en las primeras dos, el psicólogo me hizo varias observaciones, entre ellas, que era bastante nerviosa, por lo que -como ejercicio- me propuso que, cada tanto, le pusiera un número a mi nivel de nerviosismo siendo:
cero: estado de inmovilidad e improductividad absoluto,
cinco: estado óptimo para realizar cualquier tarea; despierta y atenta, pero relajada,
diez: estado de inquietud incapacitante.
El domingo por la noche, dos de la mañana, cuando me acosté después de haber pasado el día completo -completo significa completo- intentando armar un rompecabezas de mil piezas, noté que estaba nerviosa. Nerviosa "incapacitante" en el sentido de que, por más que estaba cansada, mi cuerpo no iba a dejarme dormir.
No fue.
Cité para mí misma: "los nervios son como un fuego que se consume: en algún momento se apaga", hice algunos ejercicios de respiración, tensé y solté los músculos del cuerpo y me dormí like a baby. De hecho, no me desperté en toda la noche.

Tenía dos psicólogos: iba con uno más viejo el sábado a las 8 de la mañana, barba blanca y arrugado, y con otro más joven el martes a las 16.
Reconocía en el viejo a mi psicólogo real, el que me había recomendado una amiga, y lo llamaba por su nombre, aunque no se le parecía. El joven no tenía nombre, pero era físicamente parecido a él.

Por algún motivo, el viejo había suspendido el turno del sábado.
Ahora era martes, aunque tenía un nivel de confusión. En algún momento, miré fijo un papel que tenía anotado el horario, pero los números se movían y me costaba interpretarlo.
En cualquier caso, había llegado (creía) a mi turno de martes por la tarde y, para mi sorpresa, el psicólogo viejo estaba sentado al lado del psicólogo joven.
El consultorio parecía una oficina, excepto por la biblioteca de madera. En vez de la mesita baja con pañuelos y alguna estatuilla decorativa, en vez de la ventana con cortinas claras, en vez de los sillones dispuestos en ronda, en vez de los cuadros en colores cálidos, en vez de el parqué, había un escritorio gris de metal, paredes y piso gris claro, tres sillas: las dos para ellos y la mía enfrentada, y la biblioteca en una esquina. No había ventana, pero sí había una puerta y aparentemente, otra habitación similar al lado. Creo haberme desplazado y haber notado otra biblioteca idéntica -o la misma- en un espacio similar.
Cuando entré y al saludarme, los dos se reían y conversaban detrás el escritorio. No se burlaban, estaban simpáticos.
Empieza la sesión. El viejo no se va, se queda mientras el joven hace preguntas. Yo hablo y el viejo interrumpe y hace acotaciones. Me enoja. una, dos, tres. Siento cómo los músculos de la cara se tensan paulatinamente. Le indico gestualmente que se tiene que callar, pero no cede. Me paro y le grito que se vaya.
Él se levanta y sale. Me digo a mí misma: "al final, me quedé con el otro", pensando en la recomendación de mi amiga.
Estoy sola con el psicólogo joven que había estado tomando notas. Noto un repentino cambio de actitud (¿o siempre fue así, pero dada la presencia del viejo, no lo había notado?).
Cuando el viejo se va, el joven y yo quedamos a una distancia incómoda para empezar la sesión. El espacio pierde la lógica del enfrentamiento y la movilidad en torno de la mesa se vuelve circular. Me acerco ligeramente. Él se aleja sin levantar la cabeza. Todo es movimiento de sillas arrastrándose sobre el suelo, con su chirrido correspondiente. El psicólogo está en silencio. Aunque no tengo ningún interés en estar cerca, repetimos el movimiento un par de veces, como para corroborar que existe. Quedamos del mismo lado del escritorio, entonces noto que es larguísimo, que él está lejos, que no levanta la cabeza, que -en realidad- la falta de condiciones para encarar la sesión no es solamente espacial.
A causa de los desplazamientos, quedé cerca de las anotaciones. No tenía la carpeta A4 que suele llevar, sino una libretita de las que tienen una espiral en el margen superior. Era bastante rústica: las hojas eran blancas y lisas, y la espiral era transparente y plástica, como las de fotocopiadora.
Yo no miro, sin embargo, él (que seguía con la cabeza gacha) se apura a justificar algunos garabatos y su escritura:

Garabatos
Dibujitos FA FA FA
Dibujitos RE RE RE
Dibujitos RE RE RE

Dice que sus anotaciones tienen referencia en lo que yo venía diciendo e intenta leerlas, pero trastabilla y empieza a decir cualquier cosa.
No me siento enojada ni asombrada, aunque entiendo que la situación es extraña.

Quería hablarle de mi ex.
Si bien en la escena es información colateral porque el desarrollo es trunco, lo había visto días atrás y, en otro contexto, había sido central.

Me despierto de mañana, con la luz que entra por la ventana.
La sensación es de interrupción: parece que si cierro los ojos, vuelvo a la sala-consultorio-oficina de mi psicólogo sin nombre.